9/26/2015

Los Amantes de Teruel

En un edificio a mitad de lo que hoy es la calle de los Amantes, vivía Don Martín de Marcilla, descendiente de Don Blasco de Marcilla, uno de los audaces capitanes que en 1171, con el permiso del rey Alfonso II conquistó la villa de Teruel a los musulmanes.
Don Martín estaba casado con Doña Constanza Pérez Tizón y del matrimonio nacieron 3 hijos: Don Sancho, Don Diego y Don Pedro.
La familia Marcilla era muy importante en el Teruel de aquel entonces, pues el propio Don Martín de Marcilla fue Juez de Teruel durante los años 1192 y 1193.
Poseía una gran hacienda, pero en 1208 quedó empobrecida a causa de una terrible plaga de langosta que asoló la comarca de Teruel.
Muy próxima a la casa de los Marcilla, en lo que siempre se le ha conocido como el edificio de Sindicatos, vivía la familia de Don Pedro de Segura, que aunque de menos linaje y nobleza que los Marcilla, había prosperado más por su dedicación al comercio, llegando a ser una de las familias más ricas de Teruel.
El matrimonio Segura tenía una hermosa hija, Isabel de Segura, con la que Diego de Marcilla jugó desde niño y entabló una gran amistad durante su adolescencia.
Con el transcurso del tiempo y casi sin darse cuenta, los juegos y la amistad se fueron transformando en un juego de amor. Y por fin llegó el día en que Diego, sintiéndose plenamente enamorado de Isabel, le declaró su amor y su ardiente deseo de tenerla por compañera por toda la eternidad. Isabel, que compartía tales sentimientos, aceptó la proposición y ambos comenzaron a imaginar planes maravillosos sin que nada se interpusiera en su camino por el momento.
Así, enamorados, y de mutuo acuerdo, llegó el momento en que Diego, confiado y esperanzado, consideró necesario proponer sus pretensiones al padre de Isabel.
Don Pedro, sopesando las ventajas e inconvenientes de tal enlace, y comprendiendo que económicamente no le beneficiaba la alianza de su hija con el segundón de los Marcilla, se negó rotundamente, anteponiendo la riqueza a la nobleza y el interés material al amor desinteresado, puro y limpio.Los Amantes de Teruel, 1884. Antonio Muñoz Degraín. Museo del Prado. El duro golpe y el menosprecio recibido por Diego truncó todas sus alegrías y esperanzas, pasando de la felicidad más pura a la desesperación extremada.
Comprendiendo que era imposible la terquedad del que podía haber sido su suegro y que el único camino que había para conseguir a su amada, era enriquecerse, decidió partir en busca de riquezas, luchando en la guerra contra el infiel. Y así se lo hizo saber a Isabel: "Volveré un día a Teruel cargado de gloria para conseguir tu mano, o bien moriré como buen vasallo en la lucha".
Llegado el momento de partir, Isabel, con gran amargura, le confesó sus miedos al peligro, la soledad, la tristeza y a la ausencia de noticias de él.
Comprendiendo Diego que el sacrificio de su amada era injusto si él moría en el campo de batalla, propuso establecer un plazo de espera durante el cual se guardarían ambos fidelidad mutua.
De mutuo acuerdo fijaron un plazo de 5 años, agotados los cuales Isabel quedaba libre, para que de esta manera no agotase su vida estérilmente.
La despedida debió ser enternecedora, y sucedió en la primavera del año 1212, año en que Diego de Marcilla se dirigió a Zaragoza para unirse al ejército del rey de Aragón Don Pedro II y comenzar así su calvario.
Entre tanto, triste y sola, se quedaba Isabel en Teruel, oteando día tras día los lejanos horizontes, esperando.
Los días fueron pasando, las esperanzas se perdían e Isabel desvanecía cual flor marchita; ni siquiera los regalos de su padre para levantarle el ánimo le alegraban el espíritu. Y bien que se preocupaba de saber de Diego mediante las gentes venidas de Castilla a las cuales escuchaba con ansiedad sus relatos, pero era inútil, pues nadie sabía darle razón de él. Imaginando lo peor, ya no preguntaba a combatientes regresados ni a viajeros y mercaderes, sólo rezaba por él en Santa María de Mediavilla, San Pedro o el Salvador.
Así transcurrieron los días y los años, hasta que un día su padre tomó la determinación de obligarla a aceptar los galanteos de un turolense rico e ilustre muy del agrado del padre: Don Pedro de Azagra. Isabel daba largas al asunto, pero su padre insistía cada vez más en el enlace matrimonial.
Habían pasado ya 4 años y tal era la insistencia del padre, que Isabel aceptó el deseo paterno, pero con la condición de que lo cumpliría tras agotarse el plazo de espera que había pactado con Diego.
Por fin llegó la boda, y se celebró el mismo día en que se cumplían los 5 años, y justo el día en que Diego regresaba victorioso y habiendo conseguido la fortuna deseada.
Era ya pasada la media tarde cuando Diego, montado a caballo, subía a galope tendido por la cuesta de la Andaquilla. Cruzó el portal de Daroca y se dirigió a casa de los Segura con intención de ver a su amada.
Al llegar a la puerta no salía de su asombro al ver tanta gente y semejante jolgorio. Acercándose a un grupo de jóvenes, preguntó por la causa de tal regocijo. Los jóvenes le informaron que se trataba de la boda de la hija de Don Pedro de Segura.
Amargura, dolor, rabia y pena es lo que sintió en aquel momento, pero aunque resentido ante tal ingratitud tomó la determinación de entrar para entrevistarse con Isabel y comprobar que efectivamente era cierta la noticia que acababa de recibir.
Se adentró en salas y estancias hasta encontrar a su amada. Ella al verle lo miró y tras leer en su mirada la acusación y el reproche, cayó desvanecida. Ya recuperada, pidió permiso a los presentes para retirarse a solas por unos momentos. Él la siguió disimuladamente hasta la alcoba nupcial y allí intercambiaron mutuos reproches. Diego le prometió marcharse para siempre de Teruel, a cambio lo único que le pidió fue un beso de despedida. Pero fue un beso que Isabel, fiel a su matrimonio, le negó por 3 veces. Ante tal crueldad Diego cayó muerto a los pies de Isabel.
Aterrorizada y sobrecogida ante aquella muerte repentina, quedó inmóvil sin saber qué hacer. Al momento reaccionó, se acercó a Diego e intentó reanimarlo, pensando que bien podía tratarse de un desvanecimiento, pero fue inútil: Diego acababa de morir.
Dada la tardanza de Isabel, su marido fue a buscarla. Al entrar en la estancia, quedó atónito al ver el cadáver. Al reconocer el difunto consideró que no era conveniente que los invitados se percatasen del suceso, así que organizó su plan: cuando los invitados ya se habían marchado y la quietud y las sombras de la noche invadían la villa, tomó el cuerpo de Diego, lo sacó de casa de los Segura y lo dejó abandonado en un callejón cerca de la casa de los Marcilla, cual si de un invitado poseído por el alcohol se tratase.
Al amanecer el nuevo día, Don Martín de Marcilla volvía a ver a su hijo tras 5 años de ausencia, pero... sin vida. Amargo momento para unos padres que después de 5 años de espera tenían que recibir la visita de su hijo en cuerpo inerte.
En casa de los Segura nadie daba crédito a lo sucedido, pues bien se encargaron Isabel y su marido de guardar silencio. Mientras tanto, Teruel, vestido de luto, acudía a casa de los Marcilla para expresar su condolencia.
Don Martín resolvió celebrar los funerales de su hijo en la iglesia de San Pedro, y allí, sobre un catafalco, y sin cubrir, fue depositado el cuerpo de Diego.
Isabel, presa de los remordimientos y agobiada por la angustia, tomó un manto, cubrió su rostro para no ser reconocida y se sumó a la comitiva.
Al llegar a la iglesia, tras clavar la mirada en el cadáver de su amado, atravesó la nave y, deseosa de reparar el mal causado, se dispuso a dar a Diego el beso que le negó en vida. Arrojándose sobre el cadáver, unió su boca a la de su amado, proporcionándole un beso intenso. Este fue su primer y último beso, pues con él acababa de exhalar en ese mismo momento su último aliento vital, toda vez que quedaba unida para siempre al hombre a quien tanto había amado y a quien no había podido unirse en vida.
Las personas más próximas intentaron apartarla creyéndola desmayada sobre el difunto, pero fue inútil, y mayor fue la sorpresa al comprobar que se trataba de Isabel de Segura.
Por indicación expresa de algún pariente respetado, se acordó enterrarlos juntos en la misma sepultura. Y así se hizo, se les dio sepultura en la capilla de San Cosme y San Damián de la Iglesia de San Pedro, donde en 1555 fueron halladas sus momias junto con un documento que atestiguaba el suceso.
Hoy en día todavía es posible visitar los cuerpos incorruptos de los dos amantes, tras muchos avatares de la historia, descansan definitivamente en un sepulcro de alabastro, Diego e Isabel seguirán juntos para siempre uno al lado del otro, sin embargo hay que ser observador y notar que aunque las esculturas de ambos féretros descansan una al lado de la otra, sus manos no llegan a tocarse. Permanecen como cuando vivían, juntos si, pero el uno sin el otro.

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