En el corazón de un valle esmeralda, donde las flores cantaban con el viento y las mariposas tejían hilos de luz, se alzaba el poblado de las hadas. Allí, entre casitas de musgo y tejados de pétalos, vivían dos hermanos elfos de cabellos tan rubios como el sol de mediodía: Rafael, el mayor, de mirada serena y corazón valiente; y el pequeño Erik, travieso y soñador, con la curiosidad bailando en sus ojos.
Una tarde mientras ayudaban a las hadas a recolectar rocío de luna, escucharon un susurro entre los árboles, una antigua leyenda contada por la sabia Reina titania: la historia de la Perla de los Dos Deseos. Se decía que yacía oculta en las profundidades del Bosque Oscuro, protegida por pruebas y acertijos, y que solo los de corazón puro y valiente podrían encontrarla. La perla concedería dos anhelos a quien la poseyera.
La idea encendió una chispa en Erik. “¿Te imaginas Rafael? ¡Podríamos pedir cualquiercosa!” exclamó, sus pequeños ojos brillando. Rafael, aunque más cauto, sintió el llamado de la aventura. Sabía que el bosque era vasto, y a veces peligroso, pero la emoción de su hermano era contagiosa. Además, ¿quién no desearía tener el poder de hacer realidad dos sueños?
Así, al amanecer siguiente, con una mochila llena de provisiones y el mapa que les había dado la Reina Titania (un pergamino antiguo con runas que cambiaban de color según el camino), los hermanos se despidieron del Poblado de las Hadas. “¡Volveremos con la perla!” prometió Erik, agitando la mano. Rafael solo sonrió, su determinación reflejada en el brillo dorado de su cabello.
El primer desafío no tardó en llegar. Un río de aguas cantarinas, pero de corriente veloz, cortaba su camino. En la orilla opuesta, un puente de enredaderas parecía invitarles, pero al acercarse, una voz profunda y resonante surgió del agua. Era el Guardián del Río, una salamandra gigante de escamas iridiscentes. “Solo aquellos que demuestren respeto por el flujo de la vida pueden cruzar”, dijo.
Erik, impaciente, quiso saltar, pero Rafael lo detuvo. Recordando las lecciones de su abuela sobre la armonía con la naturaleza, Rafael se sentó y comenzó a tararear una melodía suave, un canto élfico de agradecimiento al río. La salamandra observó en silencio, y poco a poco, la corriente disminuyó la fuerza, y las enredaderas del puente se entrelazaron más firmemente, formando un pasaje seguro.
Adentrándose más en el Bosque Oscuro, llegaron a un claro donde los árboles parecían hablar en susurros. En el centro, un laberinto de setos altísimos se extendía entre ellos. En la entrada, una efigie de piedra con ojos de esmeralda les planteó un acertijo:
“No tengo voz, pero puedo susurrar; No tengo manos, pero puedo acariciar; No tengo cuerpo pero puedo abrazar. ¿Qué soy?”
Erik frunció en ceño, pensando el voz alta sobre el río o el sueño. Rafael, sin embargo, observó las hojas que caían suavemente de los árboles y la suave brisa que movía las ramas. De repente , comprendió. “¡El viento, es el viento!, exclamó.
La efigie sonrió, y una parte del seto se abrió, revelando un camino claro a través del laberinto, guiado por pequeñas luciérnagas.
Finalmente, llegaron a una cueva oculta tras una cascada velada por el rocío. La entrada brillaba con una luz mística. Dentro, en el centro de un estanque de aguas cristalinas, flotaba la Perla de los Dos Deseos, pulsando con una luz suave y etérea. Pero entre ellos y la perla, se alzaba una figura imponente: el Guardián de la Perla, un anciano elfo de barba plateada y ojos sabios.
“Habéis llegado lejos, jóvenes elfos”, dijo el guardián con voz grave. “Pero solo aquellos que demuestren que sus deseos son puros y altruistas podrán tocar la perla. Decidme, ¿qué pediríais con ella?”
Erik, que había estado pensando en montones de dulces y juguetes mágicos, dudó. Miró a Rafael, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Rafael, cerrando los ojos por un instante, pensó en el Poblado de las Hadas, en la alegría de sus habitantes, en la salud de la Reina Titania.
“Mi primer deseo sería que el Poblado de las Hadas florezca eternamente, lleno de alegría y libre de cualquier daño” dijo Rafael con sinceridad. “Y mi segundo… mi segundo deseo sería que mi hermano Erik encuentre siempre la felicidad y el camino correcto en su vida”.
Erik se quedó boquiabierto, las palabras de Rafael le tocaron el corazón. No había pensado en nada más que en sí mismo. Las palabras de su hermano fueron un faro.
El Guardián de la Perla asintió, su rostro se iluminó con una sonrisa. “Tu nobleza es tu mayor tesoro, joven elfo. Acerquénse, la perla es suya”.
Cuando Rafael y Erik tocaron la perla, ésta vibró con una luz intensa, y en un instante, se sintieron envueltos en una calidez mágica. No hubo explosiones ni cambios dramáticos en el bosque. Sin embargo, en sus corazones, sabían que sus deseos habían sido escuchados.
De regreso al Poblado de las Hadas, fueron recibidos con vítores y abrazos. La perla, una vez tocada, se disolvió en el aire como rocío de la mañana, pero su magia ya había comenzado a obrar. El poblado resplandecía con una vitalidad renovada, y Erik, aunque seguía siendo travieso, había ganado una nueva perspectiva, una mayor empatía y una comprensión de que la verdadera felicidad residía en compartir y cuidar a los demás.
Rafael y Erik, los elfos de cabellos rubios como el sol, no solo habían encontrado una perla mágica, sino que también habían descubierto la magia de la generosidad y el amor fraternal. Y aunque la perla ya no existía, su legado perduraría en el corazón del Poblado de las Hadas para siempre.
Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario