6/05/2025

El Aro de los sueños de Carla

 


Carla, con sus 14 recién cumplidos, era una explosión de energía y gracia. Vivía en la hermosa Córdoba, donde el aroma de los jazmines y la brisa cálida se mezclaban con el constante murmullo de su aro de gimnasia rítmica. Sus padres, Iván y Alicia, veían con orgullo como su hija se movía con la fluidez de un junco y la precisión de un reloj suizo, siempre buscando la perfección en cada pirueta y lanzamiento. La gimnasia rítmica no era solo un deporte para ella; era su pasión, su lenguaje.

Una tarde, mientras practicaba en el patio trasero de su casa, un rincón lleno de buganvillas y naranjos, Carla sintió que su aro habitual no era suficiente. Quería algo más, algo que la impulsara a ir más allá de los límites de lo posible. Con un suspiro, dejó caer su aro en el césped y se aventuró hacia el antiguo trastero del abuelo, un lugar donde los tesoros olvidados esperaban ser redescubiertos.

Entre cajas polvorientas y recuerdos descoloridos, sus ojos se posaron en un aro que nunca antes había visto. Era de un color que cambiaba con la luz, pasando de un azul profundo a un verde esmeralda y un púrpura brillante, como si contuviera pequeños fragmentos de cielo y atardecer. Al tocarlo, una calidez inusual recorrió su brazo: No era un aro cualquiera; emanaba una energía que vibraba en sus dedos.

Intrigada, Carla llevó el aro al jardín. Al girarlo por primera vez, no solo se movió con una ligereza sorprendente, sino que el aire a su alrededor pareció ondular. De repente, el patio desapareció. Ante sus ojos, el Estadio olímpico de París se alzaba majestuoso, lleno de un público rugiente que la animaba. Carla, con el aro en sus manos, sintió una emoción indescriptible. Estaba allí, en el lugar de sus sueños, realizando la rutina perfecta ante miles de personas. La música la envolvía y cada movimiento era fluido y preciso.

Cuando el aro dejó de girar, la imagen se desvaneció y Carla volvió a encontrarse en su jardín. Su corazón latía a mil por hora. No podía creerlo. ¿Había sido un sueño? Lo intentó de nuevo, esta vez deseando estar en la Gran Muralla China. Al hacer girar el aro, la antigua maravilla arquitectónica se extendió ante ella, tan vasta y silenciosa como si el tiempo se hubiera detenido. Sintió el viento en su rostro y la majestuosidad de la historia bajo sus pies.

Desde ese día, el aro mágico se convirtió en su secreto más preciado. Cada vez que lo hacía girar, Carla podía viajar a cualquier lugar que imaginara. Voló sobre las pirámides de Egipto, exploró la selva amazónica, e incluso visitó la Luna, todo desde la comodidad de su jardín en Córdoba. Pero lo más emocionante era como el aro la ayudaba en su gimnasia. Antes de cada competición, viajaba mentalmente al pabellón, visualizando cada paso, cada salto, cada movimiento, como si ya lo hubiera vivido. Esto le daba una confianza inquebrantable y una conexión más profunda con su arte.

Iván y Alicia notaron un brillo especial en los ojos de Carla, una seguridad que antes no tenía. No sabían de sus viajes extraordinarios, pero veían que su hija florecía, no solo como atleta, sino también como persona. El aro mágico no solo le permitía viajar; le mostraba que con imaginación y esfuerzo, no había límites para lo que podía lograr.

Un día, mientras Carla se preparaba para su competición más importante, miró el aro, que ahora brillaba con un resplandor más intenso que nunca. Sabía que no necesitaba viajar físicamente a ningún lugar para ganar. El verdadero poder del aro no estaba en teletransportarla, sino en recordarle que la magia más grande residía en su propia mente y en el trabajo duro que había puesto en su pasión.

Con una sonrisa, tomó su aro, no el mágico, sino el de siempre, y salió a competir. Mientras realizaba su rutina, cada movimiento era una danza, cada salto un vuelo. En ese momento, Carla no solo estaba en el pabellón de córdoba; estaba en todos los lugares donde el aro la había llevado, llevando consigo la confianza, la imaginación y la fuerza de una niña que había descubierto que lo sueños, por muy grandes que fueran, podían hacerse realidad.

Y aunque a su corta edad ha habido gente que se empeñó en apagar su luz, el amor por sus padres y a la gimnasia rítmica, no permitió que su luz se apagara jamás.



Creada por Manuel Muñoz Pedregosa

Ouija, la venganza del Espíritu Maligno

 


Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sara mientras las llamas de las velas danzaban tenuemente en el centro de la mesa, proyectando sombras alargadas que bailaban al ritmo de su creciente nerviosismo. A su alrededor, sus amigos -Pablo, el escéptico empedernido; Laura, la entusiasta de lo paranormal; y Carlos, el bromista del grupo- se habían reunido para una sesión de Ouija en el desván polvoriento de la antigua casa de Laura. La idea había sido de Laura, por supuesto, una forma “divertida” de pasar la noche.

¿Están seguros de estos?”, preguntó Sara, con la voz apenas un susurro.

Pablo resopló. “Relájate, Sara. Es solo un tablero. Nada va a pasar”.

Laura puso los ojos en blanco. “Esa es la actitud, Pablo. Necesitamos estar abiertos”.

Carlos, siempre el último en tomarse las cosas en serio, ya estaba colocando sus dedos sobre la planchette, la pequeña pieza de madera que se deslizaría por el tablero. Los demás le siguieron, la tensión palpable en el aire viciado.

¿Hay alguien ahí?”, preguntó Laura, su voz sorprendentemente firme.

Al principio, nada. Solo el silencio y el crepitar de las velas. Luego, lentamente, casi imperceptible, la planchette comenzó a moverse. No de forma brusca, sino con una delicadeza escalofriante. Se deslizó hacia la “S”, luego la “I”.

Un escalofrío colectivo recorrió al grupo. Carlos soltó una risita nerviosa. “Está bien, ¿quién está bromeando?”

Nadie respondió. La planchette se movió de nuevo, esta vez deltreando “A-L-M-A”.

¿Alma?”, susurró Sara.

Laura, con los ojos fijos en el tablero, continuó.

¿Qué quieres de nosotros?”

La planchette se detuvo brevemente antes de deslizarse hacia la “V”, luego la “E”, la “N”, la “G”, la “A”, la “N”, la “Z”, y finalmente, la “A”.

Un silencio sepulcral llenó la habitación. La risita de Carlos se había extinguido. Incluso Pablo, que había sido tan arrogante, parecía pálido.

Esto no es divertido”, dijo Pablo, tratando de sonar casual, pero su voz temblaba. “Terminemos con esto”.

Pero la Planchette no se detendría. Comenzó a moverse más rápido, de forma errática, deletreando palabras sin sentido, frases y rotas y a veces, nombres que nadie reconocía. Las velas comenzaron a parpadear con más fuerza, y la temperatura en la habitación pareció bajar drásticamente. Un olor a humedad y a algo dulzón y rancio llenó el aire.

De repente, un fuerte golpe resonó en la pared detrás de ellos. Los cuatro gritaron al unísono, quitando las manos de la planchette como si quemara. La planchette se volcó sobre el tablero, y las velas se extinguieron, sumergiéndolos en una oscuridad total.

¡Fuera de aquí!” gritó Sara, el pánico apoderándose de ella.

Se tropezaron unos con otros en la oscuridad, buscando a tientas la puerta. Cuando finalmente salieron del desván, la respiración entre cortada y los corazones latiéndoles con fuerza en el pecho, prometieron nunca volver a tocar una Ouija.

Pero el espíritu no se había quedado en el desván.

A partir de esa noche, sus vidas se convirtieron en una pesadilla. Sara empezó a ver sombras en la periferia de su visión, y a escuchar susurros cuando estaba sola. Laura se despertaba con la sensación de que alguien la observaba, y sus objetos personales a menudo aparecían cambiados de lugar o rotos. Carlos, el que siempre había bromeado, desarrolló un miedo paralizante a la oscuridad y juraba que oía arañazos en las paredes de su habitación por la noche.

Pablo, el más escéptico, fue el más afectado. Al principio, se burlaba de sus miedos, pero luego las cosas empezaron a sucederle a él. Sus aparatos electrónicos se encendían y apagaban solos, y por las noches, los susurros se hicieron más claros, llamándolo por su nombre con una voz antigua y fría. Una mañana, se despertó con rasguños profundos en su espalda, como si garras invisibles lo hubieran arañado mientras dormía.

Desesperados, buscaron ayuda. Hablaron con un sacerdote, un médium, e incluso intentaron realizar un ritual de limpieza ellos mismos, pero nada parecía funcionar. El espíritu, un ente de venganza implacable, se aferraba a ellos. No quería hacerles daño físico, al menos no al principio, sino atormentarlos, alimentándose de su miedo y desesperación.

Una noche, en medio de una tormenta, el acoso alcanzó su punto culminante. Estaban todos en casa de Laura, intentando encontrar alguna solución, cuando la casa se sumió en la oscuridad. Las puertas se abrieron y cerraron con estrépito, los cristales de las ventanas con una fuerza inaudita, y la temperatura cayó tan bruscamente que podían ver su aliento. Una presencia helada se hizo palpable, y luego, una voz. No era un susurro, sino un gemido gutural que resonó en las paredes de la casa, una voz que prometía venganza.

En ese momento, se dieron cuenta de que no era solo un juego. Habían abierto una puerta a algo antiguo y malévolo, y ahora, el precio que estaban pagando era su cordura.

Después de esa noche, el grupo de amigos fueron internados en un psiquiátrico. Se dice que no volvieron a pronunciar palabra, excepto “¡Ya viene!”, que repetían una y otra vez sin parar.


Creada por Manuel Muñoz Pedregosa

5/31/2025

La Canción del Viento Olvidado

 


El Gran Roble de Veridian había recuperado su esplendor, pero la paz no duraría mucho. Una extraña melancolía comenzó a envolver a Eldoria. El viento, antes portador de risas y el aroma de las flores, ahora traía consigo un lamento apenas audible, una Canción del Viento Olvidado que silenciaba el canto de los pájaros y secaba la alegría de los corazones. Los bardos no podían tocar sus laúdes, los niños pedían la curiosidad y hasta Aitor, el inquebrantable, se sentaba en silencio, observando el horizonte con una tristeza que no le correspondía.

Daniel preocupado por la creciente apatía, consultó con Elara, la anciana guardiana de los conocimientos de Eldoria. Sus ojos, profundos como estanques antiguos, se posaron en Daniel. “La Canción del Viento Olvidado… es la pena de las Arpas Susurrantes, robadas hace eones de su hogar en los Picos Nublados por la Sombra Silente”, dijo Elara. “Solo si las Arpas regresan a su lugar de origen, la alegría volverá a cantar en Eldoria”.

Aitor, al escuchar la canción de las Arpas, sintió un atisbo de su antigua chispa. “¡Una aventura! ¡Como los cuentos de los héroes!”, exclamó el eco de su entusiasmo algo apagado por la melancolía del aire. Victoria, que se había vuelto inusualmente callada, se acercó a Daniel y le entregó un dibujo. Era un bosque, y entre los árboles, unas figuras pequeñas con forma de arpa. “Las ví en un sueño”, susurró, y por primera vez en días, una pequeña sonrisa asomó en su rostro.

El viaje a los Picos Nublados sería aún más peligroso que la búsqueda del Cristal de Lumina. La Sombra Silente era una entidad escurridiza, alimentada por el silencio y la desesperación. Atravesaron la Meseta de los Ecos, donde el viento helado susurraba nombres antiguos y la neblina ocultaba senderos engañosos. Daniel, con su ingenio, fabricó pequeñas campanillas de madera y metal para que sonaran al caminar, contrarrestando el opresivo silencio de la Sombra. Aitor, a pesar de su tristeza, mostró una sorprendente habilidad para orientarse, leyendo las estrellas y las formaciones rocosas. La imagen del dibujo de Victoria les servía de guía, un faro en la oscuridad emocional que los rodeaba.

Al llegar a los Picos Nublados, La Canción del Viento Olvidado era un ensordecedor lamento. En lo alto de una cumbre, envueltas en un aura de melancolía, vieron las Arpas Susurrantes, custodiadas por la Sombra Silente, una criatura amorfa que se retorcía con cada nota de tristeza.

Daniel sabía que no podían luchar contra una criatura hecha de melancolía. Necesitaban la alegría para disiparla. Recordó la risa de Victoria, la audacia de Aitor. Sacó una pequeña flauta de madera que había tallado para Aitor. Aunque la tristeza le pesaba, se esforzó por recordar una melodía alegre, una que Victoria solía tararear.

Los primeros sonidos fueron vacilantes, desafinados. La sombra silente se rio, un sonido hueco y desprovisto de alegría.

Pero Aitor, al escuchar la melodía, se esforzó por unirse. De su garganta, salió una risa forzada al principio, luego una más genuina. Pensó en las bromas que le hacía a Daniel, en los juegos con Victoria. La risa de Aitor, aunque pequeña, era un rayo de luz en la oscuridad. Daniel siguió tocando, y Aitor siguió riendo, una risa que se hizo más fuerte, más contagiosa. La Sombra Silente comenzó a encogerse, a retorcerse de dolor. Era un ser que no podía soportar la alegría.

Finalmente, la Sombra se desvaneció por completo, y las Arpas Susurrante fueron liberadas. Al tocarlas, el viento de los Picos Nublados se transformó en una sinfonía, una canción de alegría que se extendió por toda Eldoria. El lamento desapareció, y los pájaros volvieron a cantar. La alegría regresó a los rostros de la gente, y Aitor y Victoria volvieron a ser los niños vibrantes que eran.

Daniel aunque exhausto, sonreía. Había aprendido que la verdadera fuerza no residía en la magia o la lucha, sino en la capacidad de encontrar la alegría incluso en la oscuridad más profunda, y en la unión de una familia.



Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa

Daniel, Aitor y Victoria: Una Aventura

 


En los confines de la tierra de Eldoria, donde los ríos cantaban melodías antiguas y los árboles susurraban secretos al viento, vivía Daniel, un joven de 23 años con el alma de un aventurero y la paciencia de un roble. No era un guerrero, ni un mago, sino un artesano de corazón, cuyas manos daban vida a la madera y al metal. Compartía su humilde hogar en la aldea de Veridian con su hermano menor, Aitor, un torbellino de 10 años cuya imaginación era tan vasta como los cielos de Eldoria. A menudo, Victoria, su prima de 6 años, una niña con ojos que reflejaban la curiosidad de un elfo del bosque, se unía a ellos, trayendo consigo risas y el aroma de las flores silvestres.

Un día, una sombra se cernió sobre Eldoria. El Gran Roble, el corazón de la aldea y fuente de su magia protectora, comenzó a marchitarse. Sus hojas, antes de un verde vibrante, se tornaron de un color óxido, y su corteza se agrietó como tierra seca. Los ancianos murmuraban sobre una antigua leyenda, un mal que solo podía ser repelido por el “Cristal de Lumina”, una gema legendaria escondida en las profundidades de la Cueva de los Ecos perdidos.

Daniel, sintiendo la desesperación de su gente, tomó la decisión de emprender la búsqueda. Aitor, a pesar de su corta edad, insistió en acompañarlo. “Mis ojos son pequeños, pero ven cosas que los tuyos no,” dijo con la terquedad de un joven dragón. Victoria, con lágrimas en los ojos, ofreció su pequeño amuleto de la suerte, una piedra pulida que habría encontrado junto al río. “Para que el camino no sea tan oscuro,” susurró,

El viaje fue arduo. Atravesaron el Bosque Susurrante, donde las sombras jugaron al engaño y el aire se volvía frío con espíritus olvidados. Aitor, con su espíritu indomable, mantuvo la moral alta, señalando nidos de pájaros exóticos y encontrando bayas comestibles. Daniel, con su habilidad de artesano, construyó puentes improvisados sobre arroyos caudalosos y reparó sus herramientas. La pequeña Victoria, aunque no estaba físicamente con ellos, les servía de inspiración. Cada vez que el desánimo los invadía, Daniel tocaba el amuleto en su bolsillo, recordando la fe de la niña.

Finalmente, llegaron a la Cueva de los Ecos Perdidos, un lugar envuelto en un silencio opresivo. En el corazón de la cueva, custodiado por una antigua ilusión, yacía el Cristal de Lumina. La ilusión, una criatura de sombra, se manifestaba como sus miedos más profundos. Daniel vio su propia incapacidad para proteger a su familia. Aitor vio un mundo sin aventuras. Fue Aitor quien, con la inocencia de un niño, rompió el hechizo. “¡Eres solo una sombra!,” gritó, y su voz resonño, disipando la ilusión.

Con el Cristal de Lumina en sus manos, regresaron a Veridian. La luz del cristal, al tocar El Gran Roble, revivió su esencia. Las hojas volvieron a su verde vibrante, la corteza se suavizó, y una nueva energía fluyó por la aldea. Daniel se convirtió en el héroe de Veridian, pero él sabía que la verdadera fuerza no residía en un solo individuo, sino en el amor y el coraje de una familia,



Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa

Luna y la Bruja de las Profundidades

 


Había una vez, en las profundidades del Mar de Alborán, donde los arrecifes de coral danzaban con las corrientes y los peces de colores brillantes se deslizaban entre el bosque de algas, vivía una pequeña sirena llamada Luna. Tenía una melena rubia que ondeaba como hilos de oro y unos ojos marrones que reflejaba el sol a través del agua del océano. Luna era una niña llena de alegría y curiosidad, pero un día, la felicidad en su vida se vio empañada por la tristeza más profunda.

Sus padres, el Rey Tritón y la Reina Coralia, sabios y justos gobernantes de las aguas, habían desaparecido sin dejar rastro. El rumor se extendió rápidamente entre los habitantes del reino: la malvada bruja de las profundidades, Morwen, había sido culpable, Morwen, una criatura temida por su magia oscura y su corazón helado, envidiaba el poder y la felicidad de la familia real. Luna, con el corazón encogido pero lleno de determinación, decidió que no se quedaría de brazos cruzados. Tenía que encontrar a sus padres. Se despidió de su abuela, una anciana y sabia sirena que le entregó un amuleto hecho de nácar, diciéndole: “Este amuleto te guiará, pequeña Luna. Escucha el susurro del océano y confía en tu corazón.”

Su primer desafío fue cruzar el Bosque de las Medusas Luminiscentes, un lugar hermoso pero peligroso. Las medusas, con sus tentáculos brillantes, podían adormecer a cualquiera que se acercara demasiado. Luna recordó las lecciones de su padre sobre cómo leer las corrientes. Se deslizó con gracia, evitando los tentáculos y observando como el amuleto de nácar emitía un suave resplandor en la dirección correcta.

Mientras continuaba su viaje, Luna se encontró con un viejo y gruñón cangrejo ermitaño llamado Carlitos. Al principio, Carlitos no quería ayudarla, pero la persistencia y la bondad de Luna lo conmovieron. Él había oído hablar de Morwen y de su guarida, y aunque tenía miedo, decidió guiar a la pequeña sirena a través del traicionero Cañón de las Sombras, un abismo oscuro y profundo donde criaturas marinas desconocidas acechaban.

En el cañón la oscuridad era casi total, pero el amuleto de Luna brillaba con más intensidad, y Carlitos, con su conocimiento del terreno, la ayudó a sortear los peligros. Fue allí donde conocieron a Flink, un delfín joven y juguetón que se unió a su causa. Flink era rápido como un rayo y tenía una audición excepcional, lo que les permitió detectar peligros antes de que se acercaran.

Finalmente, después de días de viaje y superar numerosos obstáculos, llegaron a la guarida de Morwen: una cueva lúgubre y ominosa, custodiada por algas espinosas y corrientes traicioneras. El aire, incluso bajo el agua, se sentía denso con la magia oscura. Luna sintió un escalofrío, pero la visión de sus padres, encerrados en una burbuja de energía oscura dentro de la cueva, le dio la fuerza para seguir adelante.

Morwen emergió de las sombras, su rostro arrugado y sus ojos brillando con malevolencia. “”Así que la pequeña princesa ha venido a rescatar a sus padres!” siseó. La bruja lanzó un hechizo de aturdimiento, Pero Luna, con la agilidad que había aprendido de su madre, lo esquivó. El amuleto de nácar en su cuello vibraba con fuerza. Luna recordó las palabras de su abuela: “Escucha el susurro del océano”. Cerró los ojos por un instante y sintió la energía del mar fluyendo a través de ella.

Con un grito de guerra, Luna invocó una poderosa corriente de agua que golpeó a Morwen, desestabilizándola, Carlitos, aprovechando la distracción, pellizcó las ataduras de algas que protegían la burbuja de los padres de Luna, y Flink, con un golpe de su cola, rompió el último vestigio del hechizo.

El Rey Tritón y la Reina Coralia, debilitados pero a salvo, abrazaron a su valiente hija. Morwen, sorprendida por la fuerza de Luna y la unión de sus amigos, se retiró a las sombras, su poder disminuido. El regreso a casa fue un viaje lleno de alegría y alivio. El reino entero celebró el regreso de sus gobernantes y aclamó a Luna como la heroína que había salvado a su familia.

Luna, la pequeña sirena rubia, había demostrado que la valentía, el amor y la amistad eran las fuerzas más poderosas de todas, capaces de vencer incluso a la oscuridad más profunda. Desde ese día, la leyenda de Luna, la sirena que desafió a la bruja de las profundidades para salvar a su familia, se contó en casa rincón del Mar de Alborán, inspirando a generaciones de criaturas marinas.



Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa

5/30/2025

Juan, Marco y el Lápiz Mágico

 


En un pequeño pueblo anclado entre verdes colinas y un río serpenteante, vivían dos hermanos: Juan, el mayor, un joven sensato y con los pies en la tierra, y Marco, el pequeño, cuyo mundo giraba en torno a sus lápices de colores y su viejo cuaderno de dibujo. Pero lo que Juan no sabía, y Marco apenas empezaba a comprender, era que los dibujos de Marco tenían un don especial: todo lo que trazaba cobraba vida.

Al principio, eran cosas pequeñas y traviesas. Un día, Marco dibujó un pájaro azul posado en el alféizar de la ventana, y al instante, un gorrión de un azul vibrante revoloteó y se posó exactamente lo había imaginado. Otro día, aburrido de la sopa de verduras, dibujó una porción humeante de su pizza favorita, y un delicioso aroma a queso y orégano llenó la cocina, materializándose en su plato. Juan, siempre buscando una explicación lógica, atribuía estos sucesos a coincidencias o a su imaginación.

Un caluroso verano, una sequía inesperada azotó el pueblo. Los campos se agrietaron, los cultivos se marchitaron y el río, antes caudaloso, se redujo a un hilillo. La preocupación se cernía sobre los habitantes, y Juan, que trabajaba en el campo con su padre, veía la desesperación en sus ojos.

Marco, sintiendo la tristeza de su hermano y de todo el pueblo, se sentó bajo la sombra de un viejo roble, con su cuaderno abierto. Dibujó nubes esponjosas y grises, y con un trazo firme, añadió gotas de lluvia cayendo sobre los campos sedientos. No pasó mucho tiempo antes de que un suave murmullo se escuchara en el cielo, y una brisa fresca trajera consigo el olor a tierra mojada. Una ligera llovizna comenzó a caer, y pronto se convirtió en un aguacero que revitalizó la tierra.

Juan, que venía del campo con el rostro cubierto de polvo, sintió las primeras gotas en su piel. Miró al cielo, asombrado. La lluvia era un milagro, y sabía que no había sido pronosticada. Al ver a Marco bajo el roble, con su cuaderno aún en la mano, un destello de comprensión cruzó por su mente.

Esa noche, mientras cenaban bajo la luz de una lámpara de aceite, Juan le preguntó a Marco sobre sus dibujos. Marco, con la inocencia de un niño, le confesó su secreto. Le mostró como había dibujado el pájaro azul, la pizza, y finalmente, la lluvia. Juan, aunque escéptico al principio, tuvo que rendirse a la evidencia. Su hermano pequeño poseía un don extraordinario.

A partir de ese día, Juan y Marco se convirtieron en un equipo. Juan, con su pragmatismo, ayudaba a Marco a pensar en cómo usar su don para el bien. No querían abusar de él, sino utilizarlo para ayudar a su comunidad. Marco dibujó puentes para cruzar arroyos crecidos, herramientas nuevas para los granjeros, y hasta un pequeño huerto para la anciana del pueblo que ya no podía cultivar su propia comida.

La noticia del “niño de los dibujos mágicos” se extendió por el pueblo. Aunque algunos lo veían con asombro y otros con un poco de miedo, la mayoría estaba agradecida. Juan, el hermano mayor, se aseguró de que Marco mantuviera los pies en la tierra, recordándole siempre la importancia de la humildad y de usar su talento con responsabilidad.

Y así, en aquel pueblo rodeado de colinas, Juan y Marco demostraron que la magia no solo residía en un lápiz y un cuaderno, sino en el amor entre hermanos y en el deseo de hacer del mundo un lugar mejor.



Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa

La Perla de los deseos y los Hermanos Elfos

 


En el corazón de un valle esmeralda, donde las flores cantaban con el viento y las mariposas tejían hilos de luz, se alzaba el poblado de las hadas. Allí, entre casitas de musgo y tejados de pétalos, vivían dos hermanos elfos de cabellos tan rubios como el sol de mediodía: Rafael, el mayor, de mirada serena y corazón valiente; y el pequeño Erik, travieso y soñador, con la curiosidad bailando en sus ojos.

Una tarde mientras ayudaban a las hadas a recolectar rocío de luna, escucharon un susurro entre los árboles, una antigua leyenda contada por la sabia Reina titania: la historia de la Perla de los Dos Deseos. Se decía que yacía oculta en las profundidades del Bosque Oscuro, protegida por pruebas y acertijos, y que solo los de corazón puro y valiente podrían encontrarla. La perla concedería dos anhelos a quien la poseyera.

La idea encendió una chispa en Erik. “¿Te imaginas Rafael? ¡Podríamos pedir cualquiercosa!” exclamó, sus pequeños ojos brillando. Rafael, aunque más cauto, sintió el llamado de la aventura. Sabía que el bosque era vasto, y a veces peligroso, pero la emoción de su hermano era contagiosa. Además, ¿quién no desearía tener el poder de hacer realidad dos sueños?

Así, al amanecer siguiente, con una mochila llena de provisiones y el mapa que les había dado la Reina Titania (un pergamino antiguo con runas que cambiaban de color según el camino), los hermanos se despidieron del Poblado de las Hadas. “¡Volveremos con la perla!” prometió Erik, agitando la mano. Rafael solo sonrió, su determinación reflejada en el brillo dorado de su cabello.

El primer desafío no tardó en llegar. Un río de aguas cantarinas, pero de corriente veloz, cortaba su camino. En la orilla opuesta, un puente de enredaderas parecía invitarles, pero al acercarse, una voz profunda y resonante surgió del agua. Era el Guardián del Río, una salamandra gigante de escamas iridiscentes. “Solo aquellos que demuestren respeto por el flujo de la vida pueden cruzar”, dijo.

Erik, impaciente, quiso saltar, pero Rafael lo detuvo. Recordando las lecciones de su abuela sobre la armonía con la naturaleza, Rafael se sentó y comenzó a tararear una melodía suave, un canto élfico de agradecimiento al río. La salamandra observó en silencio, y poco a poco, la corriente disminuyó la fuerza, y las enredaderas del puente se entrelazaron más firmemente, formando un pasaje seguro.

Adentrándose más en el Bosque Oscuro, llegaron a un claro donde los árboles parecían hablar en susurros. En el centro, un laberinto de setos altísimos se extendía entre ellos. En la entrada, una efigie de piedra con ojos de esmeralda les planteó un acertijo:

No tengo voz, pero puedo susurrar; No tengo manos, pero puedo acariciar; No tengo cuerpo pero puedo abrazar. ¿Qué soy?”

Erik frunció en ceño, pensando el voz alta sobre el río o el sueño. Rafael, sin embargo, observó las hojas que caían suavemente de los árboles y la suave brisa que movía las ramas. De repente , comprendió. “¡El viento, es el viento!, exclamó.

La efigie sonrió, y una parte del seto se abrió, revelando un camino claro a través del laberinto, guiado por pequeñas luciérnagas.

Finalmente, llegaron a una cueva oculta tras una cascada velada por el rocío. La entrada brillaba con una luz mística. Dentro, en el centro de un estanque de aguas cristalinas, flotaba la Perla de los Dos Deseos, pulsando con una luz suave y etérea. Pero entre ellos y la perla, se alzaba una figura imponente: el Guardián de la Perla, un anciano elfo de barba plateada y ojos sabios.

Habéis llegado lejos, jóvenes elfos”, dijo el guardián con voz grave. “Pero solo aquellos que demuestren que sus deseos son puros y altruistas podrán tocar la perla. Decidme, ¿qué pediríais con ella?”

Erik, que había estado pensando en montones de dulces y juguetes mágicos, dudó. Miró a Rafael, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Rafael, cerrando los ojos por un instante, pensó en el Poblado de las Hadas, en la alegría de sus habitantes, en la salud de la Reina Titania.

Mi primer deseo sería que el Poblado de las Hadas florezca eternamente, lleno de alegría y libre de cualquier daño” dijo Rafael con sinceridad. “Y mi segundo… mi segundo deseo sería que mi hermano Erik encuentre siempre la felicidad y el camino correcto en su vida”.

Erik se quedó boquiabierto, las palabras de Rafael le tocaron el corazón. No había pensado en nada más que en sí mismo. Las palabras de su hermano fueron un faro.

El Guardián de la Perla asintió, su rostro se iluminó con una sonrisa. “Tu nobleza es tu mayor tesoro, joven elfo. Acerquénse, la perla es suya”.

Cuando Rafael y Erik tocaron la perla, ésta vibró con una luz intensa, y en un instante, se sintieron envueltos en una calidez mágica. No hubo explosiones ni cambios dramáticos en el bosque. Sin embargo, en sus corazones, sabían que sus deseos habían sido escuchados.

De regreso al Poblado de las Hadas, fueron recibidos con vítores y abrazos. La perla, una vez tocada, se disolvió en el aire como rocío de la mañana, pero su magia ya había comenzado a obrar. El poblado resplandecía con una vitalidad renovada, y Erik, aunque seguía siendo travieso, había ganado una nueva perspectiva, una mayor empatía y una comprensión de que la verdadera felicidad residía en compartir y cuidar a los demás.

Rafael y Erik, los elfos de cabellos rubios como el sol, no solo habían encontrado una perla mágica, sino que también habían descubierto la magia de la generosidad y el amor fraternal. Y aunque la perla ya no existía, su legado perduraría en el corazón del Poblado de las Hadas para siempre.



Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa