6/05/2025

Ouija, la venganza del Espíritu Maligno

 


Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sara mientras las llamas de las velas danzaban tenuemente en el centro de la mesa, proyectando sombras alargadas que bailaban al ritmo de su creciente nerviosismo. A su alrededor, sus amigos -Pablo, el escéptico empedernido; Laura, la entusiasta de lo paranormal; y Carlos, el bromista del grupo- se habían reunido para una sesión de Ouija en el desván polvoriento de la antigua casa de Laura. La idea había sido de Laura, por supuesto, una forma “divertida” de pasar la noche.

¿Están seguros de estos?”, preguntó Sara, con la voz apenas un susurro.

Pablo resopló. “Relájate, Sara. Es solo un tablero. Nada va a pasar”.

Laura puso los ojos en blanco. “Esa es la actitud, Pablo. Necesitamos estar abiertos”.

Carlos, siempre el último en tomarse las cosas en serio, ya estaba colocando sus dedos sobre la planchette, la pequeña pieza de madera que se deslizaría por el tablero. Los demás le siguieron, la tensión palpable en el aire viciado.

¿Hay alguien ahí?”, preguntó Laura, su voz sorprendentemente firme.

Al principio, nada. Solo el silencio y el crepitar de las velas. Luego, lentamente, casi imperceptible, la planchette comenzó a moverse. No de forma brusca, sino con una delicadeza escalofriante. Se deslizó hacia la “S”, luego la “I”.

Un escalofrío colectivo recorrió al grupo. Carlos soltó una risita nerviosa. “Está bien, ¿quién está bromeando?”

Nadie respondió. La planchette se movió de nuevo, esta vez deltreando “A-L-M-A”.

¿Alma?”, susurró Sara.

Laura, con los ojos fijos en el tablero, continuó.

¿Qué quieres de nosotros?”

La planchette se detuvo brevemente antes de deslizarse hacia la “V”, luego la “E”, la “N”, la “G”, la “A”, la “N”, la “Z”, y finalmente, la “A”.

Un silencio sepulcral llenó la habitación. La risita de Carlos se había extinguido. Incluso Pablo, que había sido tan arrogante, parecía pálido.

Esto no es divertido”, dijo Pablo, tratando de sonar casual, pero su voz temblaba. “Terminemos con esto”.

Pero la Planchette no se detendría. Comenzó a moverse más rápido, de forma errática, deletreando palabras sin sentido, frases y rotas y a veces, nombres que nadie reconocía. Las velas comenzaron a parpadear con más fuerza, y la temperatura en la habitación pareció bajar drásticamente. Un olor a humedad y a algo dulzón y rancio llenó el aire.

De repente, un fuerte golpe resonó en la pared detrás de ellos. Los cuatro gritaron al unísono, quitando las manos de la planchette como si quemara. La planchette se volcó sobre el tablero, y las velas se extinguieron, sumergiéndolos en una oscuridad total.

¡Fuera de aquí!” gritó Sara, el pánico apoderándose de ella.

Se tropezaron unos con otros en la oscuridad, buscando a tientas la puerta. Cuando finalmente salieron del desván, la respiración entre cortada y los corazones latiéndoles con fuerza en el pecho, prometieron nunca volver a tocar una Ouija.

Pero el espíritu no se había quedado en el desván.

A partir de esa noche, sus vidas se convirtieron en una pesadilla. Sara empezó a ver sombras en la periferia de su visión, y a escuchar susurros cuando estaba sola. Laura se despertaba con la sensación de que alguien la observaba, y sus objetos personales a menudo aparecían cambiados de lugar o rotos. Carlos, el que siempre había bromeado, desarrolló un miedo paralizante a la oscuridad y juraba que oía arañazos en las paredes de su habitación por la noche.

Pablo, el más escéptico, fue el más afectado. Al principio, se burlaba de sus miedos, pero luego las cosas empezaron a sucederle a él. Sus aparatos electrónicos se encendían y apagaban solos, y por las noches, los susurros se hicieron más claros, llamándolo por su nombre con una voz antigua y fría. Una mañana, se despertó con rasguños profundos en su espalda, como si garras invisibles lo hubieran arañado mientras dormía.

Desesperados, buscaron ayuda. Hablaron con un sacerdote, un médium, e incluso intentaron realizar un ritual de limpieza ellos mismos, pero nada parecía funcionar. El espíritu, un ente de venganza implacable, se aferraba a ellos. No quería hacerles daño físico, al menos no al principio, sino atormentarlos, alimentándose de su miedo y desesperación.

Una noche, en medio de una tormenta, el acoso alcanzó su punto culminante. Estaban todos en casa de Laura, intentando encontrar alguna solución, cuando la casa se sumió en la oscuridad. Las puertas se abrieron y cerraron con estrépito, los cristales de las ventanas con una fuerza inaudita, y la temperatura cayó tan bruscamente que podían ver su aliento. Una presencia helada se hizo palpable, y luego, una voz. No era un susurro, sino un gemido gutural que resonó en las paredes de la casa, una voz que prometía venganza.

En ese momento, se dieron cuenta de que no era solo un juego. Habían abierto una puerta a algo antiguo y malévolo, y ahora, el precio que estaban pagando era su cordura.

Después de esa noche, el grupo de amigos fueron internados en un psiquiátrico. Se dice que no volvieron a pronunciar palabra, excepto “¡Ya viene!”, que repetían una y otra vez sin parar.


Creada por Manuel Muñoz Pedregosa

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