En un pequeño pueblo anclado entre verdes colinas y un río serpenteante, vivían dos hermanos: Juan, el mayor, un joven sensato y con los pies en la tierra, y Marco, el pequeño, cuyo mundo giraba en torno a sus lápices de colores y su viejo cuaderno de dibujo. Pero lo que Juan no sabía, y Marco apenas empezaba a comprender, era que los dibujos de Marco tenían un don especial: todo lo que trazaba cobraba vida.
Al principio, eran cosas pequeñas y traviesas. Un día, Marco dibujó un pájaro azul posado en el alféizar de la ventana, y al instante, un gorrión de un azul vibrante revoloteó y se posó exactamente lo había imaginado. Otro día, aburrido de la sopa de verduras, dibujó una porción humeante de su pizza favorita, y un delicioso aroma a queso y orégano llenó la cocina, materializándose en su plato. Juan, siempre buscando una explicación lógica, atribuía estos sucesos a coincidencias o a su imaginación.
Un caluroso verano, una sequía inesperada azotó el pueblo. Los campos se agrietaron, los cultivos se marchitaron y el río, antes caudaloso, se redujo a un hilillo. La preocupación se cernía sobre los habitantes, y Juan, que trabajaba en el campo con su padre, veía la desesperación en sus ojos.
Marco, sintiendo la tristeza de su hermano y de todo el pueblo, se sentó bajo la sombra de un viejo roble, con su cuaderno abierto. Dibujó nubes esponjosas y grises, y con un trazo firme, añadió gotas de lluvia cayendo sobre los campos sedientos. No pasó mucho tiempo antes de que un suave murmullo se escuchara en el cielo, y una brisa fresca trajera consigo el olor a tierra mojada. Una ligera llovizna comenzó a caer, y pronto se convirtió en un aguacero que revitalizó la tierra.
Juan, que venía del campo con el rostro cubierto de polvo, sintió las primeras gotas en su piel. Miró al cielo, asombrado. La lluvia era un milagro, y sabía que no había sido pronosticada. Al ver a Marco bajo el roble, con su cuaderno aún en la mano, un destello de comprensión cruzó por su mente.
Esa noche, mientras cenaban bajo la luz de una lámpara de aceite, Juan le preguntó a Marco sobre sus dibujos. Marco, con la inocencia de un niño, le confesó su secreto. Le mostró como había dibujado el pájaro azul, la pizza, y finalmente, la lluvia. Juan, aunque escéptico al principio, tuvo que rendirse a la evidencia. Su hermano pequeño poseía un don extraordinario.
A partir de ese día, Juan y Marco se convirtieron en un equipo. Juan, con su pragmatismo, ayudaba a Marco a pensar en cómo usar su don para el bien. No querían abusar de él, sino utilizarlo para ayudar a su comunidad. Marco dibujó puentes para cruzar arroyos crecidos, herramientas nuevas para los granjeros, y hasta un pequeño huerto para la anciana del pueblo que ya no podía cultivar su propia comida.
La noticia del “niño de los dibujos mágicos” se extendió por el pueblo. Aunque algunos lo veían con asombro y otros con un poco de miedo, la mayoría estaba agradecida. Juan, el hermano mayor, se aseguró de que Marco mantuviera los pies en la tierra, recordándole siempre la importancia de la humildad y de usar su talento con responsabilidad.
Y así, en aquel pueblo rodeado de colinas, Juan y Marco demostraron que la magia no solo residía en un lápiz y un cuaderno, sino en el amor entre hermanos y en el deseo de hacer del mundo un lugar mejor.
Escrito por Manuel Muñoz Pedregosa
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